viernes, 15 de enero de 2016

OTRA MONJICA MENOS.


                                              OTRA MONJICA MENOS. (I)

        Se llamaba sor María de la Encarnación Flórez Núñez. Había nacido, y vivido hasta que vino al convento, en una aldea de El Bierzo el año 1923, entrado en este convento de clausura a los 20 años, allá por 1943. Luego, más de 72 años de su vida han transcurrido entre estos muros.

            De aquellas aldeas y pueblos, con tantas familias numerosas, procedían las vocaciones, motivadas por el ambiente religioso que en ellos se respiraba, y también por la falta de otro horizonte vital, en aquella España pobre, como una forma de asegurarse la subsistencia.

            Por supuesto, dado lo dura que era la vida en el convento, si no existía la vocación religiosa, no era fácil soportarlo.

            Cuando algunas noches, en el despertador de la cocina, veíamos que ya pasaba de las doce, porque nos habíamos quedado oyendo la radio, o leyendo, o jugando a las cartas, decía mi abuela: -Venga, a la cama, que todavía tocan las monjas a maitines y nos pilla levantados.

            Esa campana las sacaba de la cama, único sitio caliente del convento, a la una de la madrugada. Se habían acostado después del último rezo, para el que también oíamos la campana a las nueve de la noche.

            Congregadas las veinte y pico clarisas, desde sus celdas, a través de los largos, altos, oscuros, lóbregos, fríos pasillos en el coro alto de la iglesia, rezaban los maitienes, puede que durante media hora, y volvían a la cama. A las seis de la mañana volvía a sonar la campana, para levantarlas de nuevo. A las seis y media para la primera oración del día.

            Por aquellos años la clausura era muy rigurosa. Creo que no salían ni para ir al hospital. Nunca las veíamos. A misa asistían desde el coro alto de la iglesia, el que tiene la reja con pinchos hacia afuera; ninguna mujer podía traspasar la puerta de la clausura. Toda la comunicación lo era a través del torno.

            Los hombres, en caso de necesidad, sí podíamos entrar en el convento: los albañiles, el hortelano, el médico y practicante, el veterinario, el matanchín y sus ayudantes en el mondongo… Recuerdo que teniendo servidor 18 o 19 años, debió ser cuando D. Valentín, el cura de La Ventosa, les instaló el trabajo de elaborar las “formas”. 

            Traían la harina, como era entonces, en sacas de 100 kilos. En más de una ocasión cargué acuestas, una por una, las  tres o cuatro sacas, desde la calle al obrador, que no aparecía nunca. ¡Qué alivio quitarme aquello de las acuestas!

            ¡Pues bien!: en ese recorrido, iba la tornera, por supuesto que con el velo puesto por la cara, tocando la esquila para avisar a alguna desprevenida para que se escondiera, que entraba un extraño. Esta Sor Encarnación fue la encargada de ese trabajo de elaboración de las “sagradas formas”. ¡Cuántos millones, cuánta divina masa habrá bregado..!



            Para ingresar en el convento las familias habían de aportar una dote. De eso se financiaban, sobre todo para echarle remiendos a ese enorme caserón.

            Las que no podían aportar dote, entraban como legas. Creo tenían menos obligaciones en los rezos, a cambio  trabajaban la huerta, cuidaban los dos o tres cerdos que cebaban, las gallinas y la vaca de leche. A  ésta, cuando daban las hierbas mayores, la echaban al prado. Le abrían la puerta y ella ya iba sola a juntarse con las demás. Al atardecer, igual. Ella llegaba hasta la puerta principal del convento. Salía la monjica, abría, y la vaca p’adentro, por todos los claustros. Los muchachos de la vecindad íbamos para ver a la monjica tornera que salía a abrir a la vaca. Llegaba con la ubre llena, oliendo a leche. Siempre tenían una vaca gorda y hermosa.

(continuará con reflexiones más espirituales)

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