EL MODERNO FUNDADOR VILLALPANDINO.
No
era hijo de un gobernador real forastero del siglo XVI, sino de un panadero
local del siglo XX; sí aparece su partida de nacimiento en el libro de la
Parroquia de Santa María la Antigua: LEONCIO HERRERO NÚÑEZ, nació en la calle
Amargura de esta villa el primero de abril de 1.929; hijo de Benigno Herrero
Caramazana y de Dolores Núñez (el menor de siete hermanos que “subieron al horno”:
Benigno, Clemen, Lola, Melitón, Justo, e Isabel); no se internó en la selva
virgen para civilizar y evangelizar aborígenes, sino en la selva urbana donde
se asentaba toda la miseria material y moral de un suburbio degradado.
Anotemos su primer apunte biográfico, recogido
del libro de actas de este ayuntamiento de la última sesión celebrada por la
Gestora de Izquierdas. Dieciocho de julio de 1936. Capítulo, MULTAS: -“Por denuncia del alguacil Dimas Infestas al
niño Leoncio Herrero, 5 pts. a su padre Benigno Herrero, “El Panadero”, por
romper una bombilla en la Plaza Mayor” .
Cuando un día se lo comenté, recordó que él era el más pequeño. Todos
corrieron y a él le pilló el alguacil, inocente de la fechoría. Nos reímos
mucho. A partir de aquel día en España
se rompieron bombillas, casas, vidas, campos...
Ingresó
en el seminario que los Misioneros del Sagrado Corazón tenían en Valladolid, en
la carretera de Segovia. Superó todas las cribadas que los frailes hacían.
Cantó Misa de forma muy solemne en la iglesia de San Nicolás en septiembre de
1953 (como cito de memoria, si me equivoco quien tenga seguridad puede
corregirme). Creo recordar ver alguna foto por casa de la ceremonia, vino un
fotógrafo, al que pertenece la famosa fotografía de la puerta de villa, con la
laguna, dos mujeres (Segunda “La Fancha” y Virginia Núñez), un hombre junto al
cubo, Modesto Sánchez, y otro (creo Jerónimo Villasante) lavando el carral, y
poniendo los cestos a remojo).
Leoncio,
derecho como una vela, con casi dos metros de aquellos tiempos, era un cura
impresionante. Dentro de ese escultórico corpachón había un corazón más grande
aún. Todo lo puso al servicio de los pobres del mundo. Y se fue a una misión en
Guatemala, de donde hubieron de huir amenazados por la guerrilla o por los
paramilitares. Nada podían hacer. Estorbaban tanto a unos como a otros.
Aterrizó
junto a otros tres compañeros en Buenos Aires. Quedaron impresionados al ver
los cientos de niños, sin techo, escuela, ni hogar que, en una zona pantanosa
convertida en basurero de la inmensa urbe, rebuscaban alimento, ropa, cartones
entre los desperdicios. Villa Soldati se llama el suburbio donde los militares
construyeron “cuadras” y “cuadras” de bloques, colmenas humanas, gheto donde no
entra la policía, porque allí, en aquel corrompido país, la única mordida que
pueden encontrar es un navajazo. Allí, en Villa Soldati, donde estaba el
inmenso basurero, floreciendo como flor entre el lodo, queda la obra del Padre
Leoncio: la Parroquia, los hogares, LAS ESCUELAS DE FÁTIMA, en las que se
siguen alimentando, educando, con mejor fortuna unos que otros, miles y miles
de los hijos de la pobreza y la desidia.
Se
entregó con tal alma y vida a su obra, que estuvo doce años sin venir a ver a sus
padres, hermanos, sobrinos. La señá Dolores muy enferma, sin ser vieja, aceptó
a que la operaran con la esperanza de vivir unos meses más para ver si llegaba
a tiempo de que la viera su hijo. Es necesario que ya se hayan visto.
En
la dura enfermedad y en el trance definitivo, ha tenido el consuelo de sus
sobrinos Jesús y Carmina, los hijos de éstos; ha sido atendido por unos cuantos
de antiguos alumnos que llegaron a médicos. Seguro que en las horas difíciles se habrá
aferrado al recuerdo de “la culata” del horno, de aquel delicioso olor a pan
reciente; del “Niño” y del “Cartucho”; de Chago, de Petra y de Cachucho; se
habrá ido con el consuelo de reencontrarse con todas las panaderías; la de
Zamora, Villalpando y Cañizo, y sus panaderos; habrá sentido mucho no despedirse
de Lola y de Isabel. ¡Si estaba tan bien cuando vino el año pasado...!, me dicen ambas.
Este
hombrón generoso, bueno, tan lejos de su pueblo, casi desconocido por los de
mediana edad para abajo, se nos ha ido con el zurrón lleno de su entrega,
eficaz, altruista. ¿No son acaso estas personas santas la providencia
divina? ¡Adios (estate con Dios) campechano,
entrañable Padre Leoncio!
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