viernes, 11 de septiembre de 2015

LEONCIO HERRERO NÚÑEZ, "IN MEMORIAN".



                                         EL MODERNO FUNDADOR VILLALPANDINO.

                No era hijo de un gobernador real forastero del siglo XVI, sino de un panadero local del siglo XX; sí aparece su partida de nacimiento en el libro de la Parroquia de Santa María la Antigua: LEONCIO HERRERO NÚÑEZ, nació en la calle Amargura de esta villa el primero de abril de 1.929; hijo de Benigno Herrero Caramazana y de Dolores Núñez (el menor de siete hermanos que “subieron al horno”: Benigno, Clemen, Lola, Melitón, Justo, e Isabel); no se internó en la selva virgen para civilizar y evangelizar aborígenes, sino en la selva urbana donde se asentaba toda la miseria material y moral de un suburbio degradado.

                 Anotemos su primer apunte biográfico, recogido del libro de actas de este ayuntamiento de la última sesión celebrada por la Gestora de Izquierdas. Dieciocho de julio de 1936. Capítulo, MULTAS: -“Por denuncia del alguacil Dimas Infestas al niño Leoncio Herrero, 5 pts. a su padre Benigno Herrero, “El Panadero”, por romper una bombilla en la Plaza Mayor” .  Cuando un día se lo comenté, recordó que él era el más pequeño. Todos corrieron y a él le pilló el alguacil, inocente de la fechoría. Nos reímos mucho.  A partir de aquel día en España se rompieron bombillas, casas, vidas, campos...

                Ingresó en el seminario que los Misioneros del Sagrado Corazón tenían en Valladolid, en la carretera de Segovia. Superó todas las cribadas que los frailes hacían. Cantó Misa de forma muy solemne en la iglesia de San Nicolás en septiembre de 1953 (como cito de memoria, si me equivoco quien tenga seguridad puede corregirme). Creo recordar ver alguna foto por casa de la ceremonia, vino un fotógrafo, al que pertenece la famosa fotografía de la puerta de villa, con la laguna, dos mujeres (Segunda “La Fancha” y Virginia Núñez), un hombre junto al cubo, Modesto Sánchez, y otro (creo Jerónimo Villasante) lavando el carral, y poniendo los cestos a remojo).

                Leoncio, derecho como una vela, con casi dos metros de aquellos tiempos, era un cura impresionante. Dentro de ese escultórico corpachón había un corazón más grande aún. Todo lo puso al servicio de los pobres del mundo. Y se fue a una misión en Guatemala, de donde hubieron de huir amenazados por la guerrilla o por los paramilitares. Nada podían hacer. Estorbaban tanto a unos como a otros.

                Aterrizó junto a otros tres compañeros en Buenos Aires. Quedaron impresionados al ver los cientos de niños, sin techo, escuela, ni hogar que, en una zona pantanosa convertida en basurero de la inmensa urbe, rebuscaban alimento, ropa, cartones entre los desperdicios. Villa Soldati se llama el suburbio donde los militares construyeron “cuadras” y “cuadras” de bloques, colmenas humanas, gheto donde no entra la policía, porque allí, en aquel corrompido país, la única mordida que pueden encontrar es un navajazo. Allí, en Villa Soldati, donde estaba el inmenso basurero, floreciendo como flor entre el lodo, queda la obra del Padre Leoncio: la Parroquia, los hogares, LAS ESCUELAS DE FÁTIMA, en las que se siguen alimentando, educando, con mejor fortuna unos que otros, miles y miles de los hijos de la pobreza y la desidia.

                Se entregó con tal alma y vida a su obra, que estuvo doce años sin venir a ver a sus padres, hermanos, sobrinos. La señá Dolores muy enferma, sin ser vieja, aceptó a que la operaran con la esperanza de vivir unos meses más para ver si llegaba a tiempo de que la viera su hijo. Es necesario que ya se hayan visto.

                En la dura enfermedad y en el trance definitivo, ha tenido el consuelo de sus sobrinos Jesús y Carmina, los hijos de éstos; ha sido atendido por unos cuantos de antiguos alumnos que llegaron a médicos.  Seguro que en las horas difíciles se habrá aferrado al recuerdo de “la culata” del horno, de aquel delicioso olor a pan reciente; del “Niño” y del “Cartucho”; de Chago, de Petra y de Cachucho; se habrá ido con el consuelo de reencontrarse con todas las panaderías; la de Zamora, Villalpando y Cañizo, y sus panaderos; habrá sentido mucho no despedirse de Lola y de Isabel. ¡Si estaba tan bien cuando vino el año pasado...!,  me dicen ambas.

                Este hombrón generoso, bueno, tan lejos de su pueblo, casi desconocido por los de mediana edad para abajo, se nos ha ido con el zurrón lleno de su entrega, eficaz, altruista. ¿No son acaso estas personas santas la providencia divina?  ¡Adios (estate con Dios) campechano, entrañable Padre Leoncio!

                

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