jueves, 17 de abril de 2008

TEXTO INÉDITO.

El siguiente relato obtuvo el primer premio en un certamen de la Diputación. A la espera, como unos cuantos más de ser publicado en un libro, lo cuelgo aquí. Está basado en un hecho real. Aquel niño es un hombre cabal de 80 años, muy amigo mío.
VOLVER.


En Barajas, cargado de maletas y de recuerdos, pido a un taxista que me traslade a la Estación de “Auto Res”. Allí es donde he de coger el “ómnibus” para mi pueblo.
Por mi acento Argentino al chofer, Sanabrés, le choca mi destino a “Tierra de Campos”. Me habla de la Sanabria de su infancia, antes del turismo, de las aldeas de piedra y pizarra, de berzas y vacas, de mazorcas en las galerías, del olor a humo, a boñiga, a heno y a brezo; aún conoció tejados con paja de centeno. Me dice que ahora tiene buena casa y que le falta poco, en la jubilación, para disfrutarla plenamente.
Le digo que yo también, después de cuarenta y cinco, vuelvo para quedarme y, de cuatro brochazos, le cuento mi vida:
Me trajeron al mundo en un rastrojo, sobre una morena.
Mi padre con su bici, su hato, y sus porrillas, al extremo de varas de fresno, había marchado en la primavera a machacar piedra a Traspaderne. Madre había quedado con el cargo de alimentar y vestir a los tres “lebreles” y al que iba a venir.
El día antes de mi nacimiento,, Petra “La Pascua”, le dijo:
-¡Oye!, ¡mañana debíamos ir a rebusco de garbanzos!. Me he enterao por el mozo de “Las Gallegas”, medio en secreto, que han preparao una gera horrorosa en la tierra de “Las Cuestas”. Por no pagar el jornal a las cogedoras los han segao con la gavilladora y han dejao el suelo merminiando de vainas.
-¡Pero mujer!. ¿No ves que estoy ya casi fuera de cuentas y que no puedo ni agacharme?-, replicó mi madre.
-¡Si no hace falta que te encorves!. Yo lleno las fardelas y tu las llevas al costal, luego los repartimos y pa el camino ya sabes que tengo la burrica.
Este razonamiento y la ilusión de llenar la barriga a los niños de garbanzos cocheros con pan y cebolla, animó a mi madre.
Al taxista no se lo pude contar con tanto detalle. Cuando el “car” enfilaba la carretera de La Coruña, me sumí en el recuerdo:
Se levantaron “entre gallos y maitines”. Petra, con una simple manta, una cincha y un cordel por ramal, aparejó la burra. En las alforjas metieron un cachico de pan, dos pastillas de chocolate y el botijo del agua. También, por si acaso, un paño limpio.
A la luz de la bombilla de la esquina, “La Pascua” le dio el pie y madre se sentó en la burra. Ella, desde el poyo de la trasera, pasó la pierna por encima de la pollina, se montó delante a espernaquete y mi madre, de medio lao, la asió por la cintura.
Con estrellas cogieron el “Camino Real”, por la fresca. La fragancia recia de las mieses segadas les llenaba los pulmones con bríos de vida. En el campo, entonces silencioso de motores, solo se oía el cantar, al rodar, de algún carro lejano, y el canto de alguna lechuza.
Cuando llegaron a la tierra, la alborada asomaba por la barda de naciente para empezar a alumbrar el escenario de las fatigas. Las alondras, invisibles, gorjeaban al día y una pega, sobre un carrasco, parecía rezungar, con su graznido de que le apañaran los garbanzos. En la próxima telera, sobre el barbecho, balaban las cancinas barruntando la llegada del pastor.
Caninas, antes de que el sol extendiera la galbana, que en la llanura hace ver más próximos los objetos y achicharra las corvas, se pusieron a rebuscar. Madre también se agachó hasta la primera fardela, pues el medio secreto del mozo, lo fue a voces y una cuadrilla de rebuscadoras apuraban el renacero.
El sol remontaba con mucho las lejanas encinas de Las Urnias. En el inmenso campo de amarillentos rastrojos y ocres barbechos la azulada suavidad de la mañana se tornaba en blanquecina canícula. Los agosteros ya andaban por el segundo carro. Con el costal mediado de las salinas vainas que llenan las manos de oloroso salitre, madre y “La Pascua”, decidieron sentarse en una morena a comer el cacho pan y la pastilla de chocolate de Vezdemarban.
Puede que la energía del refrigerio y el agua fresca del botijo, a madre le provocaran el parto y tan rápido que no daba tiempo para volver a casa.
“La Pascua” tenía nociones de partera. Acondicionó unos haces de la morena. Sobre ellos tendió la manta. Despojó a mi madre de la saya y enagüa que, sobre la manta, sirvieron de sábana. De ninguna otra prenda hubo de despojarse.
A los quejidos, todas las rebuscadoras acudieron solícitas. También un amo y un criao que acarriaban al lado. A estos los echaron, cogiéndoles antes la purridera y sus sombreros de paja, con los que hicieron un sombrajo.
Las dos cogedoras más fuertes sujetaron, por sus extremos, el largo mango de la purridera sobre sus cadriles, paralelo al suelo, sobre la cabeza de mi madre, que le sirvió de asidero en los esfuerzos.
El parto fue fácil. Mi nacimiento casi tan breve como el del corderillo de la telera próxima. Mi llanto rivalizó con su balido. ¡Otro crío, otro crío! Dijeron las mujeres. Apareció una navaja para el cordón. Me limpiaron con el paño limpio. A madre le dieron agua del botijo y abanico con el sombrero. Así que pudo levantarse nos trajeron al pueblo. A madre la acondicionaron encima del bálago de un carro que pasaba por el camino y yo, acochadico en su regazo. Ya en casa nos atendió el señor Aniceto el practicante.
Todo esto, ya de mayorcico, me lo contó la señá Petra, “La Pascua”.
La parada en Arévalo me vuelve a la realidad. En el bar veo como unos niños, vestidos a la moda y lustrosos, exigen a sus padres otro refresco distinto. Al reemprender la marcha comparo con mi niñez:
Mi padre, cuando volvía de las campañas del machaqueo, traía unas perricas ahorradas. Pudo comprar una mulica, que formó pareja con la burra que ya teníamos. Compró un arado, un carro, un trillo, unas hoces, cuatro achiperres más y se hizo labrador de tierras del Raso, que eran del común y siempre había alguna viesa abandonada por lejana y pedregosa. También cogió, a medias, el bacillar de Dª . Pepa. Tenia un verdejo que tendidas nos duraban hasta marzo, ya pasas.
Se trataba de coger pan pa la ración, cebada pa cebar el marrano. Pa las gallinas: la respiga, y pa los conejos: el cogido. Garbanzos no cogíamos pa el gasto, por eso en su lugar, muchos días había muelas en el cocido diario.
A la alimentación se encaminaba todo el esfuerzo familiar y no salía de sopas espesas por la mañana, cocido ramplón con un cachico de tocino, (los domingos media libra de carne de oveja) y casco de cebolla para pasar los ásperos garbanzos o las pastosas muelas a diario. En la cena podía haber chicharros, escabeche, huevos, si ponían las gallinas o conejo los días de fiesta. Tenía más atractivo. Si pillábamos unas perras comprábamos castañas pilongas, acerolas, pipas, un membrillo o una manzana.
En el tiempo retitábamos hinchadas y verdes espigas de cebada, el blanco de las acacias; apañábamos todo lo que de comestible tenía el campo: cardillos, ababanjas, espárragos trigueros o hurtábamos titos, muelas, garbanzos en verde. A esa recolecta le llamábamos “ir a brúa”, siempre corridos por el amo o el guarda. Más difícil resultaba robar uvas. Además de los guardas de la Hermandad, en los majuelos más próximos ponían guarda particular: un viejico por la comida.
El presupuesto en vestido era mucho menor: unos pantalones cortos de gruesa pana que se dejaban de usar cuando ya no había donde poner más remiendos, un jersey hilado y tejido por la madre y una cazadora de borra. Para los pies calcetines de la misma lana a calceta y zuecos para pisar los barros y los carámbanos. Cuando llegaba la primavera se guardaban hasta el otoño, que el andar descalzos “ curtía los pies y evitaba los sabañones del invierno”.
Cuando se encendía la bombilla de casa, al tiempo e igual de escasa y raquítica que las de la calle, era la hora de ir a la compartida cama, donde, en el invierno, pasábamos más de doce horas, “que la cama quita hambre y es donde más calentico se está”. Llevábamos un cachico de pan para matar el gusanillo del estómago que nos despertaba a media noche. Luego nos picaban las migas si quedaban en la gruesa sábana. Desconocíamos el pijama y dormíamos solo con “el pelele” de abertura cular.
No eran aburridas las horas de vela en las catorce horas de cama invernal, agotada la capacidad de dormir. Nuestro cuarto estaba arriba en la pequeña casa familiar de dos plantas. El techo, bajo las tejas, era de tobas, aunque, para que no nos cayera pusla mi padre había clavado en los machones una estera de espadaña. Lo alumbraba un ventanuco que daba pa el corral por el que veíamos alguna estrella o se colaba la luz de la luna y todos los ruidos de la noche: El canto de “la coruja” que “presagiaba alguna desgracia”; el rumor de la lluvia, el zumbido del viento, que hacían más apetecible el cobijo del lecho; ladridos a veces, maullidos de gatos en celo, las noches heladas de enero; los cantos de gallo anunciadores del albor, trinos y gorjeos de pardales y tordos cuando se confirmaba lo anunciado por gallos; el trastabardeo de mula y burra en la cuadra próxima; el toque de la queda a las diez, que nos anunciaba ya debíamos dormir, la campana de las monjas a maitines, a la una que, a veces coincidía con el cachico de pan, o a las seis cuando desahogábamos la vejiga por el ventanuco y el chorro, al rodar por el tejado, se convertía en pinganillo cuando la escarcha apretaba. Todos esos sonidos y rumores daban mucho de sí, alimentaban nuestra imaginación infantil amenizaban la monotonía de la larga noche en las horas de duermevela.
Cuando el bus desciende del páramo, por la cuesta de Almaraz de la Mota, de ese pueblico sólo quedan las ruinas de la iglesia, al divisar la inmensa planicie del Raso, con el pinar, donde cabe hoyas de mozuelo, en el horizonte, un cosquilleo me recorre las vísceras y el pulso se me altera. Para el Auto-Res será rápida la recta doble cinta, separadora de trigales que, con el carro, era eterna. Al traspasar la loma del fondo, allá lejos, pero cerca, aparecerán mis torres, el silo, la puerta villa,...: mi pueblo. Allí me espera Carmela.
A los once o doce años mi padre ya me sacó de la escuela. A mi me gustaba. Era de los más espabilados. Sabía y me gustaba leer, escribir. Había aprendido las cuatro reglas, pero no había becas y no me podían mandar a estudiar el bachillerato a un colegio de la ciudad. ¿de dónde iba a sacar mi padre el dinero?. Y sí había que ayudar a la subsistencia familiar. Los muchachos a esa edad empezábamos ya a ganar jornalicos, apañando piedra, escardando los trigos, al entresaque de la remolacha o de pinches en la repoblación con pinos del Raso.
Así fui creciendo y robusteciéndome en el esfuerzo, la austeridad y el trabajo. Pero no dejé de leer lo que caía en mis manos: los cuentos del Guerrero del Antifaz y Roberto Alcázar que me alquilaba el hijo del Sastre. las novelas del Oeste, también de alquiler, por dos reales, en la tienda de Carapeña; después las de Salgari y Julio Verne de una colección de la escuela que me dejaba el Maestro; el Corazón de Edmundo de Ámicis, que tanto me hizo llorar, al igual que La Barraca de Blasco Ibañez, y las rosas, creo que de un tal Rafael Pérez que me dejaba la vecina de una familia más rica que encendieron mi pasión amorosa por aquella dulce, comprensiva, encantadora muchacha.
Después de unas temporadas de sementerero y agostero, me hice desenvuelto y liberal en el trabajo, aprendí a arar hondo y derecho, a sembrar a dos manos, a tornar, a limpiar a bieldo, a alumbrar, a podar. Costaleaba como ninguno y no me metía miedo el tablón hasta los tirantes en la panera del Conde. Mi barba se cerró, mientras se me ondulaba el pelo. Mi cuerpo, de buena estatura, era un haz de músculos. Era de los mejores jugando a la pelota. Además las lecturas me habían hecho tierno, sentimental, afectivo, al tiempo que bravo y noble.
Carmela era la vecina, dos años más joven, que me prestaba las novelas y que, cuando me dio su primer baile, la pude tocar y tener tan cerca, creí estar en la gloria: aquel rubor, aquella mirada azul, aquel pelo trigueño, los labios con tenue carmín, el cuerpo trémulo, aquel perfume........ .. La atracción fue mutua. Nuestro amor tan fuerte como limpio. ¡Cómo nos queríamos!... Pero,....¡ no podía ser!.
Mi familia, aunque habíamos comprado otra mulica, una agavilladora y una limpiadora; habíamos cogido más viesas y quiñones de renta, seguía siendo de rapucheros. La suya era de labradores de par de mulas grandes y tierras propias. Cuando sus padres me vieron acompañarla hasta casa después del baile, le prohibieron que aquello volviera a suceder. La encerraron tres domingos seguidos en casa. El coraje me tuvo unos días sin apenas comer ni dormir y mi amor propio me hizo tomar una decisión: ¡Marchar a la Argentina!.
Allí vivían unos parientes. Tenían grandes viñedos, dilatados campos de cereal y una estancia con miles de vacas, como la mitad de la provincia de Zamora. Ya me habían reclamado, pero yo me resistía a dejar el terruño al que tan apegado estaba: Carmela, los amigos, los partidos de pelota, el baile, las novenas, las fiestas, los soles, las nieblas, las escarchas,.....
La tenían encerrada. Sólo salía a Misa y con su madre. Al caño, el hermanito. Éste fue el alcahuete por el que concertamos la cita una noche en el corral, bajo la tenada. Él se encargaría de destrancar la trasera y del silencio del perrillo. Le juré que volvería a por ella. Juró esperarme.
Vinieron malas cosechas. El padre enfermó. Empezaron las trampas con la tienda, con el herrero, el carretero, el herrador...... ¡Qué iban a hacer las tres muchachas de casa.....?.... ¡Casarse!. Yo no había ahorrado para volver a buscarla. Ella era la más guapa. Tuvo que aceptar a un pequeñarra riquillo que siempre había andado detrás de ella.
Yo consolé mi pena con una preciosa criolla. Con los primos formamos una empresa. Instalábamos infraestructuras de emparrados con palos de quebracho. La compañía creció. Adquirimos plantaciones propias. Nos hemos especializado en la uva de mesa. Hemos pasado baches. Ahora las cosas están mal en aquel precioso país, pero nosotros exportamos a Europa uvas de una gran calidad fuera de temporada.. Nuestros ingresos, con el peso devaluado son altos. Hemos decidido establecer una Delegación en la U E. Y de eso me voy a encargar. Internet le permite al niño que nació en el rastrojo dirigir el negocio desde su pueblo.
Mi cuerpo no es el de aquel joven brioso que marchó con rabia, pero mi cabeza canosa tiene la frescura de los años mozos, llena de experiencia, de serenidad y ánimo.
Mi criolla, que me dio tres hijos, murió en un accidente. Carmela también enviudó. Ahora nos vamos a reencontrar después de 45 años. Sé que sigue esbelta, que conserva la dulzura juvenil, que va a llenar mi vida de ternuras y afectos, que vamos a compartir cada día recuerdos, emociones, sentimientos, vivencias. Volveré a lavarme con el agua con que madre me lavaba, a respirar la brisa cargada de olor a mies, a heno, a tierra húmeda, ; el olor del obrador del señor Cruz, (ahora los hijos) a magdalenas, a feos, a rosquillas, que ahora, aunque poquito, sí podré degustar. El incienso los días de fiesta. Volveré a escuchar el crotoreo de la cigüeña, el silbido de los tordos, el piar de gorriones, el canto de la perdiz, el balido de recentales, el arrullo de las tórtolas, a los gatos en celo y..¡las campanas!
Volveré a contemplar esos tan distintos cielos del alba y el ocaso, del invierno y el verano, las nieblas, las estrellas, las escarchas, las calimas, los grises, los azules, los cárdenos, los violeta,.......; esos tan distintos suelos con todas las gamas del verde de sementera a cosecha, los cereños, amanzanados, los ocres de los barbechos, los ambar de los rastrojos, el esmeralda de los pinares, el verde viejo de las encinas,....
El coche se para. El abrazo con Carmela tiene la intensidad de la primera vez, de 45 años de retraso. Huele al mismo perfume del primer baile.

A. MODROÑO ALONSO.

1 comentario:

Agapito dijo...

En el texto orginal los diálogos estaban en cursiva. Al colgarlo en el blog queda todo con la misma letra.
Intento reflejar aquellas situaciones, aquel modo de vida, que tan bien conocí, por eso empleo palabras del léxico local, cuando vienen a cuento, y giros expresivos, que pueda tengan dificultad de entendimiento para los más jóvenes. No me importaría aclararlas.
De todos modos, para ello, está el libro de Luciano López Gutierrez.